LA SANTA CENA
Juan Cobos Wilkins
Este menú servido sobre mantel blanco y negro al que nos invita Luis Martínez Conde no es la comida usual de nuestros días: primer plato o entrante compartido, segundo principal y postre, no, es mucho menos frugal, se remite más bien a aquellos banquetes romanos, medievales, renacentistas, pantagruélicamente compuestos de una larga sucesión de viandas.
Diez platos conforman este ágape que el maestro cocinero ha elaborado con estilizado concepto de depurada cocina fotográfica. Para, a continuación, camarero con cámara, servir unas bandejas que no resultarán de buen gusto, no de grato paladar, no de fácil digestión, para quienes han sido y son responsables de la descompuesta, tóxica, contaminada y contaminante materia prima, base nutritiva de su elaboración. Inquietantes alimentos, extraños manjares que evacuados en forma de billetes, intereses, porcentajes, mutan a los comensales en seres como esos monos del cuento que no quieren ver, no quieren oír, no quieren hablar.
“Alimentos para una boca sin cielo de la boca. Sin cielo. “
Las papilas gustativas han de estar convenientemente aletargadas, la garganta será igual que los insondables agujeros negros del espacio en los que toda materia es absorbida y desaparece, incluida la luz. En este caso especialmente la luz, pues no conviene que ilumine el pensamiento y la razón, es preferible engullir sin masticar y con venda en los ojos, para no ver lo que devoramos. ¿O acaso no sería más ajustado decir lo que nos devora? Simultáneo.
Martínez Conde no ha preparado con Manet un impresionista Déjeuner sur l´herbe, ni con Leonardo, Tintoretto, Veronese o Dalí una “Última cena”, más cercano estaría a la mirada surrealista y ácida y crítica de Buñuel cuando Lola Gaos se levanta la falda. Pero aquí, lo que se levanta es la alfombra para barrer bajo ella la basura. Porque no otra cosa parece ser lo que nos amenaza: ocultar bajo una capa remendada, disimular bajo un vestido deshilachado, esconder debajo de unas pobres plantas que, abonadas por radioactividad sus raíces, tendrían brillantes hojas eléctricas: llegado diciembre, todo un bosque de árboles de Navidad fosforescentes. Qué hermoso e insólito paisaje, qué magnífica e inaudita visión, que postal única, las agencias de turismo la ofertarían en rivalidad con la contemplación de las auroras boreales. Y qué peligrosa, qué envenenada conquista sería entonces y aquí la de la tierra para quien la trabaja.
Por eso, pongamos nuestra pupila en el objetivo de la cámara, seamos cómplices activos del silencioso aullido de estas fotos que en su descarga simbólica, en su herida abierta, en su voltaje expresivo, a todos nos retratan. Y sirvamos nuestro pan de cada día en una comunión compartida. Compartida y sin Judas que traicionen por treinta monedas. Pues si con las cosas de comer no se juega, menos aún se juega con la vida.
(Todos los derechos del texto pertenecen a su autor: Juan Cobos Wilkins)