Carmen Ramos
Recuerdo perfectamente el primer libro que me compré con mis pequeños ahorros: “El principito” de Antoine de Saint-Exupéry. Tendría yo entonces 12 o 13 años y recuerdo nítidamente cómo le di el dinero a mi hermana para que me lo comprara en Saltés o en Welba, librerías fundacionales de mi primera biblioteca. Luego recuerdo haber ido ahorrando durante todo el año, sisándole pequeñas vueltas a mi madre para visitar aquella Feria del Libro de Ocasión, que se instalaba en la Plaza de las Monjas, de la que volvía cargada de ediciones baratas de clásicos que aún conservo. Tiene algo de mágico y subyugante el gesto de abrir un libro nuevo, olerlo, oír el casi imperceptible quejido de sus páginas al separarse. A partir de ahí, normalmente es un no parar. Para los letraheridos sin posibilidad de redención, como es el caso de ésta que les escribe, el tiempo ya no se puede medir en más unidades que en “ratitos para leer el libro que tengo entre manos”. Puede que de principio no te guste, pero tú le das otra oportunidad, ¿por qué no? Pasar por una librería o vivir cerca de una es un suplicio: siempre hay una novedad que no conocías o un autor que la librera o el librero te recomiendan, siempre hay un libro que te llama la atención o un autor del que todo el mundo te ha hablado. Haces cuentas. No, este mes te has prometido que vas a reducir el presupuesto en libros, pero ese libro, ese libro, te está llamando, te mira desde su batea con ojitos de perrillo abandonado. Y te lo llevas. De los presupuestos ya no te vuelves a acordar hasta final de mes.
Un libro en manos de un lector exigente se convierte en una especie de oscuro objeto de deseo. Ya no solo nos importa el contenido, sino que además nos fijamos en el continente: la solapa, la contraportada, el papel, el colofón… Por eso en estos tiempos de consumo rápido y coste barato, agradecemos la apuesta de la editorial onubense “El Libro Feroz”. Tuve la suerte de presentar en Gibraleón “El pan nuestro” de José Ángel Garrido, título que inauguró la colección “Poesía Feroz”. Y ahora vuelvo a sentirme afortunada porque tengo entre mis manos un ejemplar de “Informe de Daños” de Francisca Alfonso: pasta dura, ilustraciones, tipografía cuidada, guardas poéticas, lirismo desde la portada. Cuando a un libro de poesía lo visten con tanta dedicación es que quien lo hace sabe que el material es a la vez, sensible como el barro y peligroso como la garra de un animal.
“Informe de daños” es una revisión de aquel primer libro que Francisca presentó hace algunos años. Ilustrado y a la vista del tiempo pasado, creo que el libro (y la autora) han ganado en solvencia y madurez. Dividido en tres partes, cada una de ellas conectadas por una voz muy personal y reconocible, que transita entre el descreimiento, la ironía y la pasión, “Informe de daños” hace un exhaustivo recorrido por el transitar diario de cada uno de nosotros. En la primera parte, titulada al igual que el libro, Francisca habla en primera persona de sus propias heridas, desde aquellas primeras postillas en las rodillas hasta las heridas del alma y llega a decir “Que cuanto más soy / menos me reconozco”. En “Informe de estropicios” la autora nos muestra su faceta más creativa, utilizando el poema no solo como comunicación escrita sino también como medio visual, sin llegar a perder ni un ápice del mensaje. En esta parte ilustración y poema se funden en uno solo. Deja para el final Francisca “Informe de nimiedades”. Como en un viaje catártico donde hemos llorado y hemos gritado con ella, llegamos a una poesía mínima, casi aforística y muy pegada a una filosofía que debe mucho a las sillas en las aceras en veranos sin aires acondicionados. Poemas, expresiones y palabras casi olvidadas como “encalijo” que me llevan a los “alfileres” de la gran Isabel Escudero y que vienen a estas páginas para hacernos reflexionar:
“Desde que creemos nacer
hasta que creemos morir
qué distraídos estamos
en esta tragicomedia.”
“Informe de daños”, de Francisca Alfonso está publicado por “El Libro Feroz”.